En las lomas de la ciudad, entre libros, talleres y juegos, muchos niños, jóvenes y adultos han encontrado en las bibliotecas comunitarias otras formas de habitar sus barrios. En sectores como Villatina, Guadalupe y Altavista, estos espacios son el principal acceso a la lectura, la conversación, el cuidado y el encuentro.
Por Leidy Juliana Restrepo*
Villatina: la casa de las otras historias
Cuando era “pelao”, a Daniel Gallego lo apodaban Aristóteles o Sócrates. Los “pillos”, que también eran sus amigos, lo llamaban para que les hablara de libros y les contara cuentos mientras fumaban marihuana. Sacaba las historias de la Biblioteca Familia Villatina que, según él, le mostró el mundo más allá del barrio.
“Y no soy el único”. Cuenta que otra gente del barrio está a punto de graduarse de la universidad, como él, otros hacen parte del movimiento hip hop y todos son jóvenes o adultos que trabajan y que coincidieron en la biblioteca. Habla de los niños que crecieron jugando con los libros y en los talleres. Son los “niños Villatina”, como los nombran bibliotecarias, gestores y allegados a esta casa de tres pisos en la comuna 8 de Medellín.
Además de las 1.551 bibliotecas de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas, en Colombia también abundan bibliotecas populares y comunitarias. Como la de Villatina, hay otras cuatro en la ciudad a cargo de la fundación Ratón de Biblioteca.

Daniel recuerda la biblioteca de Villatina como un “amparo de lo hostil”. Este barrio suele ser recordado por el deslizamiento que, en 1987, dejó alrededor de 500 personas muertas y más de mil damnificados. También está marcado por una historia de violencia más cruda y fuerte que la de ahora, que incluye hechos como la masacre de ocho niños y un joven el 15 de noviembre de 1992 cometida por miembros de la Policía.
Un día, desde la biblioteca —fundada en 1995, 14 años después del nacimiento de Ratón de Biblioteca— , Daniel vio cómo subían y bajaban balas por la calle del frente, en medio de una disputa. Por eso agradece ese lugar como refugio. Ahora, a punto de graduarse de Psicología, Daniel paga sus horas sociales para el fondo Sapiencia en la biblioteca que lo vio crecer. Quiere “ser útil para aquello que usé antes”, dice. Organiza libros, endereza sillas y acompaña niños y jóvenes en los que se ve reflejado.
Michelle Castro, de 18 años, vive a “unas cuantas muchas escaleras”, le gusta leer filosofía y ha prestado libros como Ética nicomaquea, de Aristóteles. Hace parte del 21 % de la población colombiana que visita bibliotecas, según el más reciente estudio de la Cámara Colombiana del Libro (Camlibro), de 2023. Ahora va a leer y al taller de escritura creativa que da el escritor Gilmer Mesa; cuando empezó a ir de pequeña lo hacía para jugar, hasta que se quedó “atrapada, como todos”. “Siempre que vengo acá, conozco a una persona que me gusta”, confiesa tímida.
Puede que los más de 5.600 libros que albergan las estanterías del segundo piso de esta casa hayan sido testigos sigilosos del amor, del odio y de las nuevas pasiones. Francisco Villa, “Fran”, va a la biblioteca hace más de 25 años y su recuerdo más antiguo es de cuando ganó el segundo puesto en un concurso de cuentos.

Comenzó a ir a la biblioteca para buscar libros de partituras, pues en ese tiempo tocaba chelo. Luego empezó a pintar, entonces pedía libros de arte. Ahora también presta libros de filosofía y novelas. Hace poco prestó IT (S. King). Al final de las 1502 páginas señala la última fecha de préstamo: “Este soy yo”, dice orgulloso.
Aunque Tifany, de 11 años, no presta libros, va a su “lugar feliz” porque leer “le da sabiduría a la mente y puede servir para huir de todo lo malo”. Además, este lugar le da “tranquilidad, amistad y cariño”, cuenta mientras sus amigas la esperan para jugar Roblox en la sala de computadores. Para Valentina este lugar es “asombroso”. Tiene 9 años y es vecina de la biblioteca. Le gusta ir para relajarse, porque en su casa se estresa si el tendido de la cama tiene arrugas, en cambio allí siempre está “todo perfecto” y limpio. Le gusta ir a jugar, leer y prestar computadores. Este lugar tiene de todo y “encima uno no tiene que pagar”, dice. Algunos días su mamá la lleva cuando no tiene quien la cuide mientras hace alguna vuelta y Valentina se queda feliz.
Hay quienes encuentran refugio en la biblioteca desde antes de nacer. Hace 8 años Rosa iba pasando por esta casa azul. En ese entonces estaba embarazada y una de “las profes” la invitó a los talleres para gestantes donde le enseñaron a leer y hablarle a sus bebés: Salomé y Susana, las mellizas que ahora tienen 7 años y dicen ser las más pilas de la escuela.
Mientras su mamá cuenta que aprendió a leer a los golpes, las mellas escuchan. Ellas aprendieron gracias a los talleres de la biblioteca y a la dedicación de su mamá. Rosa ama esta biblioteca, pero eso no le impide ser crítica. Llevan casi dos meses sin profesor en el taller para población infantil de los sábados y eso aburre a los niños “porque ya están acostumbrados a ellos”.
—¿Mañana hay taller para las niñas o todavía no ha empezado? —le pregunta a la bibliotecaria.
—Todavía no, pero para el próximo sábado, seguro.
Alba Valencia, la administradora de las sedes de Villatina y Guadalupe, explica que algunos profesores ven el trabajo como un “escampadero” o un lugar para conseguir seis meses de experiencia y luego abandonan el puesto. Cree que, de pronto, se aburren subiendo hasta tan arriba. Es que las cinco sedes de Ratón están arriba, en barrios populares, “periféricos, les dicen, pero a mí no me gusta decir así”, explica Alba.
Daniel dice que el barrio ha cambiado y mejorado. Él y la biblioteca no han sido los únicos testigos. Adiela Doria lleva más de 40 años viviendo en “la misma casita” en Villatina. Es del Bajo Sinú, pero en Medellín vió crecer a sus hijos, nietos y biznietos. Apenas hace 3 años empezó a ir a la biblioteca a un grupo radial; después fue a Cuento y Tinto, los talleres de promoción de lectura para población adulta.
Adiela explica que va para despejar la mente. “Los problemas los dejo en la casa”, dice mientras su amiga Herlenys, migrante venezolana, recalca que todo esto es gratis.
Cada taller de Ratón tiene, en promedio, de 15 a 20 asistentes, pero la mayoría de los usuarios —fueron 71 mil visitantes en 2024— no participan de ellos sino que van a leer, prestar un libro, pedir un computador, hacer una tarea, jugar o sentarse en una de las nueve mesas que Daniel Gallego alinea y organiza cada que va a este “punto de encuentro donde uno puede ser libre”.
Aguas Frías: decir La-tón es decir casa
Aunque la Biblioteca Aguas Frías abre a las 9 de la mañana, cuando Kenyer y Karliandrys no tienen clase llegan a las 8:30 a jugar en los alrededores de ese sótano de la Parroquia San Josemaría Escrivá de Balaguer, en la vereda Aguas Frías, del corregimiento de Altavista.
Cuando Fauman, el bibliotecario, llega a abrir, los hermanitos de 6 y 9 años corren contentos hacia él porque saben que llegó el “dueño” de las hojas, los colores y los computadores que usan para jugar, aprender y pasar el rato.
—¿Cada cuánto vienen?
—Siem-ple— contesta Kenyer, el más pequeño.
—¡Todo el día, todos los días!— enfatiza Fauman. Y los niños asienten con la cabeza y la sonrisa.
Los hermanos Kenyer, Karliandrys, Kirslianis y Kleiver van seguido, sobre todo los dos primeros. Su mamá, Lily, también va a los talleres o a tomar tinto y sentarse debajo del árbol que está afuera de la biblioteca. Dice que le gusta mucho la letra K y por eso nombró a todos sus hijos con esa inicial.

Viven en Aguas Frías hace cuatro años, en una casa que tiene tejas de zinc como paredes y que queda en un barrio informal junto a la quebrada La Picacha. Allí, “los muchachos de la vuelta” les dieron permiso de vivir después de estar ocho meses en el parque de San Gabriel, en Itagüí, cuando Kenyer era un bebé y habían acabado de llegar a la ciudad. Lily es migrante venezolana.
Esta, que es la sede más joven de Ratón de Biblioteca, funciona hace dos años en el corregimiento. “Ha sido lo mejor que ha pasado por acá”, dice Lily. “Yo en esa casita con estos cuatro me iba a enloquecer. Ya llegan del colegio y les digo: ‘Se cambian y se van para la biblioteca’”. Y es mejor que estén allí que en los potreros del corregimiento, porque corren menos peligro, explica su mamá. Fue ahí donde Kenyer aprendió a “defenderse” en el mundo, a hablar (aunque sigue mejorando); es ahí donde el niño aprende en el taller de Experimentación Creativa, le da curiosidad por un libro, y donde pide, risueño, turnos para un computador, aunque sabe que todavía no tiene la edad necesaria.
Fauman cree que, tal vez por lo nueva, en esta biblioteca se lee “más bien poco”, pero se aprende mucho: “Lo que atrae a la gente es la posibilidad de lo manual, hacer origami, manillas, sembrar cositas”, continúa.
Eso sí, los talleres de Cuento y Tinto, Experimentación Creativa, Pintando Palabras, Argonautas, Juegos Literarios y los clubes de lectura juvenil e infantil que ofrece Ratón en esta y todas las sedes tienen casi la misma acogida, pese a que en Aguas Frías la gente no vive tan cerca de la biblioteca y muchos todavía ni se han enterado de su existencia.

A Victoria le avisó un sobrino que la fue a visitar. Bajó a jugar a la cancha vecina de esta sede. “Que hay una biblioteca, me dijo. Y al otro día bajó conmigo, me la mostró”, cuenta ella. Desde entonces va siempre que puede. Ella no conocía a nadie allí y salía poco de su casa desde que llegó a Altavista, pero ahora viene a los talleres con sus dos hijos.
Altavista es una de las zonas con mayor riesgo ante la emergencia climática, en especial las veredas Buga y Aguas Frías. En esta última hay suspensiones recurrentes del agua y cuando llega, llega turbia. En el taller de Experimentación Creativa, la profe Laura, promotora de lectura, les enseña a los niños a hacer un filtro de agua, aunque la mayoría se emociona más con el queso y el yogurt que les dan de refrigerio al finalizar.
Kleiver, de 16 años, llega con dos amigos a darle vuelta a sus hermanos: “¡Fauman, un turno!”. Fauman los mira y se ríe, no puede darles turno de computadores porque en esta parte del corregimiento amanecieron sin luz y llevan más de 10 días sin agua.
Aunque las cámaras, los computadores y el sistema de préstamos no funcionan, las hojas, los libros, los pelados, los niños y dos perros están aquí desde temprano. Mientras los pequeños colorean una carta para una de las “profes”, Karliandrys cuenta que viven “allí abajito”. “Cerquita de la cañada —aclara Fauman—, estos son por los que uno sufre cuando llueve”.
Sin luz, Fauman no puede confirmar en el sistema cuántos libros tiene la sede, pero “son más de 1000”, calcula. Igual, el sistema digital se usa poco, pues el préstamo es manual debido a que todavía no cumplen el mínimo de usuarios requeridos para usar el sistema de préstamo de las Bibliotecas Públicas de Medellín que Ratón utiliza en las demás sedes. Además, ¿cómo se llenan datos como la dirección cuando uno vive en un barrio informal o en una vereda?
—Lo de los computadores es lo de menos. ¿Cómo estarán haciendo en las casas que cocinan con luz?— dice uno de los amigos de Kleiver.
—¿Cómo están haciendo en su casa Kleiver?— pregunta el otro amigo.
—…
—Y hoy íbamos a hacer un desayuno comunitario— finaliza, preocupado, Fauman.
Guadalupe: un oasis cuesta arriba
El Centro de Lectura Guadalupe es una casa larga y rosada. Es la única de las bibliotecas de Ratón de la que son dueños. Queda al frente de la escuela Agripina Montes del Valle y es casi tan grande como la biblioteca de Villatina, pero en esta casa, después de entrar, uno avanza bajando pisos. Así, el salón de talleres, que es el último espacio, es también el primer piso. Es que esta sede queda en una loma del barrio Villa Guadalupe, en la comuna 1.
En la entrada, que es primer y tercer piso al mismo tiempo, hay una mesita redonda, de hierro forjado y vidrio donde reposa el periódico del día que se rotan entre vecinos, transeúntes y madres que esperan sentadas a que salgan sus hijos del colegio.
Pero es sobre todo Gloria, vecina de la biblioteca, la que se sienta allí casi todos los días a llenar el crucigrama y vigilar que no le den un balonazo a la pared del centro de lectura.

“Un fin de semana se fueron y dejaron una luz prendida. Todo el mundo era preocupadisimo. Ese fin de semana todo el mundo era pendiente. Toda la gente se ha apropiado de la biblioteca”, cuenta Gloria.
El centro de lectura Guadalupe funciona desde hace más de 21 años. “Este lote era un basurero”, recuerda Gloria, pero hoy, para ella “es un oasis, un espacio donde uno está libre”.
Villa Guadalupe ha sido fruto de la colectividad: hace poco más de 80 años era unas cuantas casitas regadas en potreros y se consolidó con la construcción de la iglesia, la escuela y el parque, impulsados por la comunidad. Con el tiempo han ido sumando más colegios y lugares importantes para sus habitantes.
“Esta es la única biblioteca que me queda cerquita, las de Comfenalco y Comfama no suben hasta por aquí, toca bajar al centro o a Aranjuez y no siempre hay pasajes”, cuenta Mariana Gil, de 19 años, estudiante de Enfermería y lectora empedernida. Antes iba todos los días, pero ya no le queda tanto tiempo porque está haciendo sus prácticas.
“Yo creo que todavía quedamos jóvenes a los que nos gusta leer y venir acá, solo que muchos, por el momento de la vida en el que estamos, ya no podemos venir tanto”, dice Mariana. Yuliana, la bibliotecaria, explica que esta sede por lo general está más llena de niños y adultos que de jóvenes.
La sección de literatura infantil es más grande que las otras. “A veces los profesores se llevan libros de acá para enseñar en otras sedes”, cuenta Yuliana. Los libros de primera infancia son también los de más pérdidas por daños, porque los dejan en lugares inimaginables o algún entusiasta de los sentidos decide probar el carrito rojo de cartón que se mueve en la página. Alba Valencia, la administradora, cuenta que los babean, rasgan y jalan, lo que también significa que aquí los libros son tomados, prestados, leídos y disfrutados por todos.
En los últimos días de abril, con tanta lluvia, la biblioteca se ve más vacía. Tuvieron que mover unos muebles y alejar algunos libros por un vidrio roto en el tragaluz del techo que ya lograron arreglar.
“Con lluvia y todo uno tiene que venir, no puede dejar de hacer sus cosas, de esparcirse”, dice Yanet, migrante venezolana que llegó a Guadalupe hace dos años. Cuenta que gracias a esta biblioteca, a Cuento y Tinto, a las charlas con Gilmer Mesa y a las lecturas que ha hecho se pudo adaptar a la cultura colombiana. “Ya no me siento extraña, ya entendí esta cultura que viene de la misma raíz latinoamericana”.
También hizo amigas. “Esa no la calla nadie”, dice Gloria. Se cruzan en cuanto taller hay, hasta en los de jóvenes. “Había unos más buenos los viernes por la noche con música andina y baile. Unos muchachos de San Pablo, que tocan sabroso”, recuerda Gloria. También leían poesía. “A mí me gusta mucho leer,” dice y lo confirma señalando en la estantería los libros de Isabel Allende que está terminando. Se lee casi 24 libros al año en un país donde el promedio anual en mayores de 18 años es de 3.75 libros, según CamLibro.
Después de años de trabajo en los locales del sector y de vender El Tiempo en el parque del barrio, Gloria trabaja ahora con su hijo en casa, cuando le da tiempo, porque seguido se “vuela” para los talleres, los eventos y la mesita de los crucigramas y los atisbos desde la que agradece que esta biblioteca exista porque “aquí se aprende. Los libros no dejan que uno pierda la memoria. Se pueden descubrir cosas nuevas. Es un sitio para aprovecharlo”.

*Esta historia fue producida y publicada con el apoyo de la Fundación Ratón de Biblioteca.