Las tragedias causadas por fenómenos naturales, como en Chocó este año o en el Eje Cafetero en 1999, suelen ser “naturalizadas” en el lenguaje mediático a través de la expresión “desastre natural”. Esto tiene consecuencias en cómo entendemos la responsabilidad humana sobre esas fatalidades para evitarlas o mitigarlas.
Después de 500 incendios en menos de una semana y con 60 municipios con “estrés hídrico” por la sequía causada por el fenómeno del Niño, este 24 de enero el presidente Gustavo Petro anunció que decretará el “Estado de Desastre Natural”. Es la segunda vez que lo hace en 2024, pues lo hizo también el pasado 14 de enero, dos días después de que un deslizamiento de tierra dejó 40 víctimas mortales y 20 heridos en la vía Medellín-Quibdó.
Los medios de comunicación registraron las noticias y explicaron que la medida, en ambos casos, busca movilizar recursos para la atención de las emergencias ocasionadas por esos fenómenos. En el caso del Chocó, también registraron la decisión de la Aerocivil de regular los precios de los tiquetes de avión “ante cualquier desastre natural”.
La réplica del concepto “desastre natural”, sin embargo, ha estado desprovista de una discusión en la que organismos internacionales y organizaciones de la sociedad civil han insistido durante décadas: los desastres no son naturales . Este debate se pregunta por dónde o en quién se pone la responsabilidad de estos eventos.
Para la periodista ambiental e investigadora Laura Betancur, más que una réplica se trata de la adopción del lenguaje legalista de las decisiones del gobierno pero, además, es una renuncia a la responsabilidad periodística de traducirles a las audiencias ese lenguaje.
En otros casos, los medios también adoptaron el término y replicaron los vicios alrededor de su uso. Así sucedió en la descripción que hizo el pódcast Huevos revueltos con política: “Un desastre natural impredecible que ya deja 33 muertos, 20 heridos y 10 desaparecidos” [cifras de ese momento]. ¿Dónde está el problema y cuáles son esos vicios?
Lo «natural»
El profesor de la Universidad Externado Gustavo Wilches-Chaux, abogado, politólogo, ambientalista y experto en gestión del riesgo de desastres, cuenta una historia en sus charlas: alguna vez, un médico puso en el acta de defunción de un hombre que recibió 18 puñaladas que se trataba de una muerte natural. Al ser increpado, respondió: “Era natural que se muriera”; una historia similar a la de Camilo Manrique que canta Rubén Blades en Plantación adentro: “Y el médico de turno dijo así: muerte por causa natural. Claro, si después de una tunda’epalo que te mueras es normal”.
Pese a que la discusión lleve más de un par de siglos y exista consenso al respecto en organizaciones internacionales, nacionales, civiles y estatales, Wilches-Chaux dice que el concepto “desastre natural” está tan arraigado que cada tanto hasta el mismo sistema de Naciones Unidas vuelve a él. Y la prensa, por supuesto, también lo tiene incorporado. “Ni siquiera hay debate, es un estribillo que se ha pegado” , asegura.
Según explica el especialista en gestión del riesgo de desastres del Banco Mundial, Joaquín Toro, en una entrevista para esa entidad, “lo que son naturales son las amenazas: por ejemplo, los huracanes, los terremotos, las inundaciones, los tsunamis”. Esa distinción la vienen haciendo las organizaciones internacionales. Así lo explicaba la OEA en 1991:
Un evento físico, como una erupción volcánica, es un fenómeno natural. Su mera ocurrencia no implica una amenaza, pero si se da cerca de una zona poblada, es un evento peligroso. Y, si efectivamente causa fatalidades, entonces se convierte en un desastre. Esa distinción, explica el mismo documento, contradice la idea de que los desastres son inevitables por ser causados por fuerzas de la naturaleza supuestamente externas e incontrolables. “Un desastre no es un proceso puramente natural, sino que es un evento natural que ocurre en lugares donde hay actividades humanas”, señalaba esa organización hace más de 30 años.
En palabras de Luis Burón, en un artículo para la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres, “los desastres son siempre el resultado de las acciones y las decisiones humanas”. Para ilustrarlo, cita una carta de Rousseau a Voltaire, a propósito de un terremoto en Lisboa en 1755: “Convenga usted que la naturaleza no construyó las 20 mil casas de seis y siete pisos, y que, si los habitantes de esta gran ciudad hubieran vivido menos hacinados, con mayor igualdad y modestia, los estragos del terremoto hubieran sido menores, o quizá inexistentes”.
Desnaturalizar el desastre
Un movimiento de tierra en las vías que conducen a Quibdó no es completamente “impredecible”, como lo demuestra esta línea de tiempo de La Cola de Rata. En casos como este, Wilches-Chaux prefiere referirse a fenómenos socio-naturales porque la discusión no se limita a poner o quitar el apellido “natural”, sino a entender las causas y responsabilidades de los desastres.
“Es muy fácil echarle la culpa a la naturaleza de procesos desastrosos generados directamente por decisiones equivocadas”, dice. Pone como ejemplo el mayor desastre de la historia de Colombia: la desaparición de Armero en 1985, pues en ese lugar ya habían desaparecido otros dos asentamientos humanos en el pasado y por las mismas causas.
En el caso del terremoto del Eje Cafetero, hace 25 años, “fue un fenómeno desencadenado por un terremoto, pero quedó demostrado en Armenia y algunas partes de Pereira que había sitios donde no se podía construir”, explica, preocupado porque varias de esas zonas están ocupadas de nuevo.
Para él, comprender la distinción entre evento natural y desastre también implica reconocer que esos eventos no solo no son desastrosos en sí, sino que cumplen una función. Por ejemplo, las cenizas volcánicas son responsables de la fertilidad de los suelos en zonas como el Eje Cafetero, el altiplano cundiboyacense, Cauca, Nariño y el Valle del Cauca.
Carlos Serna es historiador y ha investigado la construcción social del riesgo, específicamente en el caso de Medellín. Explica que desde la modernidad dejó de asumirse el “castigo divino” o la “voluntad divina” como causas de los eventos naturales y se empezó a entender como una combinación de factores en el tiempo y el espacio que terminó decantándose en una ecuación: Riesgo = Amenaza x Vulnerabilidad.
Así, desde los años 80 se pasó de una mirada “fisicalista” del desastre que se preocupaba solo por la probabilidad física de la ocurrencia de un fenómeno (amenaza), a una mirada que incorporó a las ciencias sociales para profundizar en la probabilidad de que un elemento expuesto a esa amenaza se vea afectado (vulnerabilidad).
En 1989, Wilches-Chaux caracterizó distintos tipos de vulnerabilidad: natural, física, económica, social, política, técnica, ideológica, educativa, cultural, ecológica e institucional. Estas, como explica Serna, suelen estar conectadas. Al respecto, la periodista Laura Betancur llama la atención sobre la construcción de la idea de quién es vulnerable. Dice que, frente a territorios como el Chocó, hay una tendencia en los medios de comunicación a adjetivar el territorio (“trocha de la muerte”) de manera peyorativa y a asumir lo vulnerable como una condición, más que como un proceso histórico que requiere explicaciones.
Estas formas de nombrar el territorio y de representarlo en el discurso periodístico, en últimas, reafirma la construcción de unas fronteras entre la “civilización” y la “cultura”, una frontera que habla de un “otro” más o menos “salvaje” y “atrasado” en zonas periféricas.
Pero en la discusión, el impacto de lo social ya no se reduce a la vulnerabilidad, continúa Serna. También reconoce que la amenaza no es solo natural, pues la presencia humana también la impacta, bien sea a través de fenómenos de ordenamiento urbano y usos del suelo o a través de procesos más grandes como la aceleración de la crisis climática.
Serna concluyó, tras estudiar el caso de Medellín a través de El Colombiano entre 1930 y 1990, que “el sentido de la naturalización del desastre es el ocultamiento de sus causas sociales”, lo que implica también ocultar las responsabilidades. Esto ocurre por medio de estrategias narrativas como la personificación de la naturaleza o el uso de adjetivos (“Una violenta granizada cayó ayer en la ciudad”, 1934; “Furiosa creciente del [río] Medellín causó gravísimos estragos ayer”, 1944;) y la construcción de un relato de héroes y villanos en el que la naturaleza es una victimaria y quienes atienden sus destrozos son los buenos: la institucionalidad. De ahí que fuera común que las narraciones incluyeran escenas de alcaldes con botas en medio del barro.
Aunque su investigación llegó hasta 1990, Serna cree que muchas de esas prácticas se mantienen en el lenguaje de la prensa. Además, agrega que en muchos casos los medios califican la responsabilidad humana como “indisciplina” o “desobediencia”, pero que al usar estos calificativos los descarga sobre las víctimas del desastre. Para él, hay una paradoja en el cubrimiento de los medios: sí se reconocen las condiciones sociales tras la ocurrencia de un desastre, “pero se solapa la realidad social que genera esas condiciones”.
En América Latina y el Caribe, según Naciones Unidas, 1500 desastres han afectado a 190 millones de personas desde el año 2000. Esto significa que el 30 % de los habitantes de la región se ha enfrentado a algún desastre en las últimas dos décadas, una cifra que puede aumentar si los actores involucrados fallan en la tarea de gestionar el riesgo. Y como apunta Betancur, “los medios son un actor clave para decir qué, cuándo y cómo es un riesgo”.