De ser un sustantivo que describe algunos momentos históricos, pasó a ser un adjetivo que aprueba o rechaza las características de ciertos proyectos políticos. Aunque en los medios no se vea, el populismo es un concepto en disputa.
En Colombia, el interés por la palabra populismo se acentúa cuando llegan las elecciones presidenciales, según los indicadores de búsqueda de Google. Así sucedió en el 2018 y, de nuevo, en el 2022, durante los comicios en los que participaron candidatos que fueron calificados como populistas en las redes sociales y en los medios de comunicación.
En las últimas elecciones, y con el triunfo de Gustavo Petro, varios medios de comunicación reprodujeron el calificativo, siempre en voz de figuras de la oposición. La Revista Semana replicó a la senadora María Fernanda Cabal respecto a la prohibición del fracking y a Enrique Peñalosa sobre el discurso de Petro en la Asamblea de la ONU. El Tiempo registró cómo el representante Miguel Polo Polo usó la misma expresión contra el gobierno porque David Racero, presidente de la Cámara, decidió retirar algunas camionetas blindadas. Y RCN Radio citó al exministro Gabriel Silva en un debate radial en el que se preguntaba si Petro sería “un populista o un estadista”.
Pero el concepto de populismo, de uso tan fácil por quienes tienen espacio en los medios, es objeto de uno de los debates teóricos más actuales y complejos, una discusión que no aparece retratada en el cubrimiento periodístico.
Un lugar en la historia
Aunque la idea de ‘pueblo’ aparece en las revoluciones modernas, en particular en la francesa, el concepto de populismo tiene unos antecedentes más diversos. “Sus raíces nos llevan a movimientos rusos (Naródniki) y estadounidenses (Partido del Pueblo) de finales del siglo XIX que pretendían representar la ‘verdadera voz del pueblo’, pero fue la sociología latinoamericana, a mediados del siglo XX, la que tomó el término para asociarlo a agrupaciones políticas que pretendían incluir las peticiones de las masas de manera más o menos radical en los Estados nacionales”, explica David Santos Gómez, periodista, columnista y doctor en ciencias sociales.
El concepto se alimentó de experiencias muy latinoamericanas. Particularmente del caso de Juan Domingo Perón, tres veces presidente de Argentina desde los años 40. Por eso, cuando se habla de populismo “se habla de una época de la historia de América Latina, en general, pero de Argentina en particular”, dice Carolina Galindo, doctora en ciencia política y profesora asociada de la Universidad del Rosario. Y la idea de pueblo de Perón, continúa Galindo, era la de “una nación familia” en la que él era el padre y la madre era Eva Perón, su esposa.
Galindo explica que de la experiencia del peronismo se extrapolaron algunas características que, al ser vistas en otros gobernantes, llevaron a llamarlos populistas. La más importante fue la alusión al pueblo, pero también el origen militar de Perón y las reformas sociales a través de las cuales incluyó a amplias mayorías al proyecto de nación argentino. Desde allí, cualquier acercamiento a las masas populares se calificó como populista, y lo que pretendía ser un sustantivo (el gobierno del pueblo) se convirtió en un adjetivo.
“La vida política argentina nunca volvió a ser igual y los argentinos siguen divididos en sus afectos políticos entre peronistas y antiperonistas”, señala la profesora Galindo. Pero el fenómeno no se agota en el Cono Sur. “Podríamos decir que la Revolución Mexicana fue populista porque movilizó agendas campesinas con agendas democráticas de ciertos sectores opuestos a la dictadura liberal de Porfirio Díaz”, dice Valeria Coronel, doctora en Historia, investigadora y docente de Flacso Ecuador. Para ella, todos los lugares donde se conformaron bloques de poder que incluían a las clases populares de forma más que retórica hacen parte de los ciclos de conformación de Estados populistas en América Latina.
Otras experiencias populistas fueron la de Getulio Vargas en Brasil, en el siglo XX, o la “revolución alfarista” en Ecuador desde finales del siglo XIX. Incluso, los pensadores de este fenómeno han estudiado el caso de Jorge Eliécer Gaitán en Colombia como un proyecto fallido de conformar un bloque populista. Sin embargo, la profesora Coronel llama la atención sobre el riesgo de reducir estos procesos a una figura específica.
“Siempre se distingue, sobre todo por la experiencia de Brasil y de Argentina, la idea de que [el populismo] está ligado a una dirección o a un liderazgo —no le voy a decir carismático por mucho que me empujen— medio bolivariano, una especie de caudillo espiritual y político. Pero es clave saber que no todos los procesos populistas se definieron por liderazgos, por ejemplo en el caso ecuatoriano”, explica Coronel. Allí, los partidos políticos asumieron el proyecto más allá de la figura de Eloy Alfaro, asesinado en 1912.
En varios de estos casos, los “pactos populares” han surgido de procesos organizativos que se dan una forma constitucional y orientan el Estado hacia un carácter y mandato populares, apunta la docente Coronel. Ella hace parte de la red Populismo, Republicanismo y Crisis Global, cuyos integrantes siguen y discuten la obra de uno de los teóricos que más ha sacudido la forma de abordar el populismo: Ernesto Laclau.
Un lugar en el presente
El uso común de “Populismo” en las últimas décadas ha tomado otro sentido. Como explica David Santos, desde los años 80, con las aperturas económicas y el llamado neoliberalismo, la academia empezó a acuñar un concepto “discordante” de un “neopopulismo” en contravía de las definiciones originales: “Parecía entonces que cualquier movimiento con cierto liderazgo reconocido era neopopulista. Si a esto se le suma la idea de que el populismo consistía también en un discurso político irresponsable y en derroche fiscal, el significado del concepto explotó”, apunta Santos.
Este último sentido se ha vuelto el más común. Su característica principal es que habla del populismo de forma peyorativa, como un defecto o anomalía. Una presentación breve de los principios de esa visión se puede encontrar en la columna ‘Las características del populismo’, de Andrés Felipe Londoño. Allí, lo expone como un riesgo para la democracia y para las ideas liberales que “utiliza la irracionalidad como fuente principal de seguidores” a través de prejuicios, supersticiones, fanatismos y sesgos cognitivos. Alude a la idea del líder carismático con rasgos de “extroversión, maquiavelismo y narcisismo”. Además, al llamamiento “anti-sistema” y a la negación de la oposición, es decir, a un totalitarismo ideológico fundado en la legitimidad de “los intereses del Pueblo”.
Londoño no habla solo del populismo en general, sino del “populismo progresista”, pues estos calificativos han terminado recayendo principalmente sobre figuras y proyectos de izquierda. Lo paradójico es que desde la academia de izquierda el concepto ha sido reclamado y resignificado, ya no como defecto, sino como virtud. Pero para hacer ese giro de tuerca, se le han dado principios distintos.
La profesora Coronel apunta que el calificativo populista ha sido utilizado para señalar a todo aquel se sale de la ortodoxia neoliberal, es decir, como una forma de decirles que necesitan el recetario de organizaciones como el Fondo Monetario Internacional “porque no saben autogobernarse”. Entonces cualquier intento de democratización que implique regulación del mercado es visto “como simulación, como una trampa” autoritaria.
Pero para el momento en que esta visión comenzó a imponerse, el argentino Ernesto Laclau “ya había iniciado una reflexión en la que entendía que el populismo, en últimas, no era más que una expresión de la política misma. La política como todo”, señala Santos. Explica que para Laclau, quien define su apuesta política como “democracia radical”, el populismo es una “estrategia discursiva” que construye fronteras “entre ellos y nosotros, entre el pueblo y los poderosos, entre los de abajo y los de arriba”. Es una teoría política que se basa en el reconocimiento del conflicto y el antagonismo y que terminó condensada en un libro central para esta discusión: ‘La razón populista’ (2005).
Para Coronel, quien retoma el pensamiento de Laclau, existen dos vías para construir la política y el Estado moderno: la oligárquica y la populista. En ambos casos, se conforman bloques de poder que se imponen sobre otros para darles un sentido a las instituciones e imponer una racionalidad y orientación sobre el conjunto de la sociedad.
En la vía oligárquica, el bloque de poder está conformado por unas élites políticas y económicas que prohíben o restringen la oposición popular y limitan las soluciones de tipo social. Mientras que en la vía populista —que ella iguala a decir vía democrática— se constituye un bloque del que hacen parte las clases populares, como obreros y campesinos, pero también clases medias, con experiencias de dominación que transforman en demandas. Esas demandas, que son también conflictos, construyen una categoría que el pensador Antonio Gramsci llamaba “voluntad colectiva”, en últimas, una identidad colectiva que se asume como “el pueblo”.
“Puede ser que en otros contextos estas equivalencias entre formas de dominación y lucha que constituyen una comunidad política no asuman la categoría pueblo, porque no provienen de la tradición romántica, clásica o republicana, pero en América Latina asumen la forma pueblo, porque es el soberano que se da una forma de gobierno y es el fundamento de la soberanía”, dice Coronel. No es un asunto menor para esta visión que la democracia, en su acepción más simple y clásica, sea el “gobierno del pueblo”.
Y sin embargo, no se puede afirmar que toda la academia de izquierda se adscriba a la visión de Ernesto Laclau. Un ejemplo es Slavoj Zizek, quien en artículos como ‘Contra la tentación populista’, ha sostenido un debate filosófico frente a Laclau. A diferencia de este, Zizek considera que existen experiencias populistas de derecha, “protofascistas”, porque la conformación de un “pueblo” no basta para que sus demandas sean intrínsecamente democráticas. Valeria Coronel cree que a esas experiencias es mejor llamarlas “autoritarismos de masas”. En fin.
Un lugar en los medios
Valeria Coronel considera que el populismo no debe ser leído solo como concepto, sino en el marco de su utilidad metodológica para acercarse a fenómenos históricos. No se trata de establecer si es una palabra correcta o equivocada. “Si se busca solo definir la palabra correcta, se acaba la investigación social”, dice. Esto se puede trasladar al uso en los medios de comunicación. ¿Existe una forma correcta y otra que no lo es de usar “populismo”?
Por su parte, la profesora Galindo considera que el uso del término se ha masificado de forma acrítica: “Se tilda como populista a estilos y programas de gobierno o a formas de acercamiento de los gobernantes a los gobernados que no se pueden explicar bajo otras categorías”. Pero también para explicar conductas, actitudes o discursos que no caben dentro de las ideologías y formas tradicionales de los partidos. Más que para explicar procesos históricos, se usa para describir estilos de gobierno.
En ese uso estilístico, populista se iguala a irresponsable, a derrochador, a demagogo, a superficial, e incluso, a outsider. Pero también se usa como un descalificador ideológico que totaliza posiciones políticas diversas, y por lo tanto iguala a cualquier opción de izquierda o de derecha como esencialmente populista, es decir, esencialmente negativa.
En últimas, cuando los medios compran una de tantas formas de entender el populismo, están asumiendo, quizás sin intención, una posición en un debate que va más allá de sus páginas.